
Una media hora después volvió a bajar las escaleras con la misma intención, y distinta indumentaria, que la desafortunada vez anterior. Jamás olvidaré esa breve falda negra que se ceñía a su cintura y a sus piernas como la arritmia a mi sangre de resucitado a la belleza. Esa justa compresión que ejercía la ropa sobre sus formas hacía de su cuerpo un arma de seducción masiva. Era fácil imaginar la complejidad que tendría la naturaleza para repetir ante mí, esa misma proporción de tristeza, voluptuosidad y misterios, que continuamente se amasaban en María, y que hacía retroceder a mis órganos y músculos como preparándose para saltar sobre esa remota posibilidad; que ahora mismo pasaba ante mí, dejando las llaves junto a mis manos y dirigiéndome un tímido: hasta luego; con la delicadeza y la premura de un ángel con las alas en llamas. Con una media sonrisa de idiota entero, le dije el adiós menos verosímil de la historia; quise decirle que podía acompañarla donde quisiera, que esperaba su regreso como si nada pudiese suceder en su ausencia, que lo daría todo por una cómplice sonrisa suya. Ante mi falta de valor decidí seguirla bajo la excusa de estirar las piernas; el pueblo no era muy grande y sería casi normal que nos encontrásemos en cualquier parte. Pude ver como le preguntaba a una joven algo por la calle inquisición; lo normal es que me hubiese consultado a mí, pero no puedo achacarle que después del patético espectáculo que le ofrecí ayer, decidiera probar suerte con alguien más normal. Atravesó la plaza del ayuntamiento observada por toda una legión de jubilados que sacaron pecho, escondieron los bastones, y reajustaron sus dentaduras, pero ella no dio ni los buenos días...