
Los dos se despertaron y se destaparon al unísono, se miraron desperezándose, con la confianza y la pureza que dan los siglos. Eran la diez de la noche en Sevilla, en el patio de aquella casa señorial del barrio de Santa cruz se iban instalando las sombras y la perfumada calidez de los primeros días de junio. Por su balcón interior ya se escuchaban los primeros pasos que daban la bienvenida a la luna y a los gatos. La mansión estaba completa, sus cuatro habitaciones disponibles ocupadas por seis inquilinos, casi todos, viejos conocidos de los dueños que volvían cada vez que echaban de menos cierta forma de entender la vida, el arte, y el tiempo. Poco a poco fueron descendiendo y acomodándose en las mecedoras del patio, junto a la fuente de cinco chorros de elegantes y antiguos azulejos cartujanos.
Era un ritual ineludible, tenían tantas historias que contar, en sus miradas crepusculares se acumulaban tantas soledades eternas como bellezas efímeras.
Jesús y Gabriel, los anfitriones, eran siempre los últimos en incorporarse. Era la primera velada de esta temporada, y aunque sus reuniones eran más bien austeras y espirituales, para esta noche habían preparado un pequeño acto de bienvenida.
Yo vivía en el ático del edificio de enfrente, los conocía, se podría decir que casi éramos amigos, era la única relación que les permitían con seres, digamos que normales. Ellos eran responsables de mi discreción, y de ello dependía que su sociedad —tan hermética y estricta— no los condenara sin titubear a la inexistencia, era la única forma que encontraron —ante el caos y la depravación en que se había convertido su supervivencia, aproximadamente hace un siglo— para perdurar de una forma digna.
Era un ritual ineludible, tenían tantas historias que contar, en sus miradas crepusculares se acumulaban tantas soledades eternas como bellezas efímeras.
Jesús y Gabriel, los anfitriones, eran siempre los últimos en incorporarse. Era la primera velada de esta temporada, y aunque sus reuniones eran más bien austeras y espirituales, para esta noche habían preparado un pequeño acto de bienvenida.
Yo vivía en el ático del edificio de enfrente, los conocía, se podría decir que casi éramos amigos, era la única relación que les permitían con seres, digamos que normales. Ellos eran responsables de mi discreción, y de ello dependía que su sociedad —tan hermética y estricta— no los condenara sin titubear a la inexistencia, era la única forma que encontraron —ante el caos y la depravación en que se había convertido su supervivencia, aproximadamente hace un siglo— para perdurar de una forma digna.