seguramente los mayores de toda la tapia ya que era el lugar más
privilegiado para cazar insectos, el más alto e iluminado. Uno de ellos acababa de atrapar a
una gran polilla gitana que aún intentaba, sin el menor éxito, mover sus alas para
escapar. El otro sólo observaba impertérrito, nunca sabré si era más sabio o
más lento de reflejos.
Medio metro antes de llegar a la pared se detuvieron. Pedro
fue elevando la red lentamente por el eje de su cuerpo, como si fuese la lengua
de un camaleón gigante fue ascendiendo hacia el farol de la izquierda. Cuando
la red llegó a la altura justa se detuvo, parecía estar intentando hipnotizar a
su presa. La salamanquesa, que ya había engullido por completo la polilla parecía
estar en trance, mezcla de placer y somnolencia. Pedro miró a su hijo, éste
asintió confirmándole que estaba preparado para entrar en acción. En cuanto su
padre volvió la cabeza hacia la tapia pegó con fuerza la red a la pared
enmarcando macabramente la huída del reptil. Antes de que la salamanquesa
sopesara la nueva situación Pablo le propino un disparo certero de agua a gran
propulsión que hizo que ésta, en su intento desesperado por huir, resbalara y
cayese rendida al fondo de la red. La
mirada que intercambiaron padre e hijo en ese momento fue uno de los fenómenos
más simbióticos y armónicos con los que la naturaleza nos podía obsequiar. Me
pregunto por qué nuestro anacrónico instinto se empeñaba aún en sobrevalorar este
tipo de acciones totalmente innecesarias para nuestra supervivencia. Éramos los
cazadores por excelencia, el paradigma de la evolución. Aunque nuestro fin
no fuese sobrevivir ni el final de los reptiles fuera una trágica
desaparición, el alarde de facultades
nos convirtió por un momento en el pico de la cima de la cumbre mas distinguida
en la historia de la selección natural. Fuimos la meta, el destino, el puerto inequívoco
donde hubiese atracado el Beagle. Poesías, relatos, cine, música... Un remanso en medio de este apocalipsis (grupo EFDLT)
martes, 18 de septiembre de 2012
lunes, 3 de septiembre de 2012
Las aventuras de Pablo en el faro. Las salamanquesas (II)
El camino se bifurcaba en dos ramales, el de la izquierda
conducía en primavera entre azahares y esquimo hasta el pueblo, el de la
derecha, flanqueado por majestuosos cipreses que peinaban el cielo, nos llevaba
como levitando hasta la gran cancela del camposanto. El olor y la quietud,
sutilmente agitados por la brisa, hacían que las salamanquesas de aquel lugar
fuesen especialmente confiadas. No solía pasar mucha gente de noche por allí,
tan sólo Juan el sepulturero cuando se le olvidaban las llaves de su casa o la
cartera. Después de su parada en el bar “Los resucitados”, tenía por costumbre registrarse
para comprobar que, con el efecto del vino, no se dejaba nada olvidado en la
tasca. Así lograba cubrir también el despiste de su actividad sobrio y
sobrevalorado.
Dos grandes faroles de
forja estilo colonial iluminaban la entrada, de uno a otro se podía leer, en
solemnes letras de azulejos negros que daban sentido al arco de medio punto
donde se enmarcaba la barroca cancela, “CEMENTERIO”. Como si pudiera tratarse
de otro lugar. Antes de llegar se pararon en uno de los bancos que había entre
los cipreses para preparar las herramientas. Pablo llenó la pistola de agua, hizo
un ensayo para comprobar que estaba en condiciones óptimas, agujereó la tapa de
la caja de zapatos para dotarla de ventilación, finalmente sostuvo el gran palo
del caza reptiles para que su padre pudiese
examinar el buen estado de la red. Todo estaba perfecto, incluso se
podría decir que hasta la noche, con todo el misterio que contiene, estaba
predispuesta a pasar a la acción. Pedro
cogió el caza salamanquesas y se lo pego al cuerpo para disimularlo, se acercó a
la verja lentamente sin hacer ningún tipo de aspaviento ni de ruido. Pablo iba
siguiéndolo como si fuese su sombra, todo para no romper aquella armónica
soledad reinante. Dos grandes reptiles dominaban la entrada,