El pueblo incierto (VI)
Salí de la plantación, crucé un camino que recorría perpendicularmente la primera fila de casas del pueblo. Ya estaba allí, frente a la impecable fachada principal de la gran iglesia gris de las campanas eternas. Alcé la vista hacia el campanario, nunca había sido demasiado devoto, pero pedí con toda la fuerza que pudo reunir mi desesperación, a todos los santos y vírgenes de todos los cielos, que velasen por mí, aunque con ello perdiera el poco crédito que pudiese haber reunido en mi vida, por mis buenas acciones. Ahora debía decidir sin precipitación si tenía que dejarme ver por las calles del pueblo, esperando que ellos acabaran de enervar mis nervios con su ausencia, o peor aún, haciendo acto de quién sabe qué presencia, o como parecía lógico debería intentar entrar en la parroquia para establecer contacto con el insufrible campanero. Contemplé una vez más la estructura indolente, casi sacrílega a los ojos de un pecador inconfeso como yo, de la casa de Dios. Opté por continuar andando por medio de una de las calles, poco a poco fui adentrándome en el laberinto en el que se convirtió este pueblo solitario y desconocido, miré cada uno de los edificios con los que me encontraba; cada puerta, cada ventana…