El pueblo incierto (IX)
Justo cuando soñaba que unas vampiras ninfómanas se ensañaban conmigo, me despertó violentamente un fuerte golpe metálico, en cuanto pude reanimar a las primeras neuronas comprendí que alguien pretendía abrir la puerta a toda costa, y con cada arremetida la estantería temblaba al compás de mi pulso. Dejé caer la falsa pared acartonada y empujé con más ímpetu, si cabe, que en el sueño, para intentar que la barrera de anaqueles repletos de folios, lápices y publicidad engañosa, aguantase hasta que la luz de nuevo los recluyese. Después de un buen rato resistiendo me pregunté por qué unos seres que habían podido someter, o en el peor de los casos, aniquilar a un pueblo entero no podían abrir una puerta rudimentariamente fortificada. Fue entonces cuando escuché a alguien decir: “nada, que no hay manera, se habrá caído una de las estanterías y estará atrancando la puerta, habrá que avisar a un profesional para que intente quitar las bisagras. ¡Joder! exclamé al oír hablar en perfecto castellano a esos inauditos seres, y una honda necesidad de saber cuál era su apariencia se apoderó sin piedad de mí. Me coloqué en un ángulo adecuado para ver a través de la puerta cuando alguno de ellos volviese a empujarla, porque siempre hay un listillo, sea la especie que sea, que reserva su destreza para intentarlo cuando todos se hayan dado por vencidos, y colgarse así la medalla de la audacia imperecedera. No acabé de pensarlo cuando un tremendo empujón arrastró la estantería unos centímetros por el suelo, los mismos que quedó abierta la puerta. Aproximé mi ojos desorbitados intentando ver algo a través del hueco que quedó abierto, el inhumano que embistió mi fortaleza tuvo la misma inquietud, y un dueto de gritos secos estremeció el lugar cuando nos vimos tan cerca, deformados por un campo de visión parcial y por el espanto que provoca toda demostración de vida imprevista y desconocida...