La historia más triste de la historia (XXIV).
–Se lo diré si me confiesa por qué quiere saberlo.
–Sólo por curiosidad, yo también tengo un ejemplar, y no es fácil encontrarlo en librerías.
–Su primera expresión no ha sido precisamente de curiosidad, más bien de asombro, casi de estupor me atrevería a decir. Este libro ha tenido que estar relacionado de alguna manera a un acontecimiento crucial para usted, ¿me equivoco?
–Bueno, déjelo, si para que me responda tengo que someterme a un psicoanálisis mejor...
–Está bien, de acuerdo, no se me vuelva a enfadar. Un día, naufragando por internet, recalé en el blog personal del autor, leí varios poemas, me interesaron y, voilà, por lo que he podido leer, sigue pareciéndome prometedor, pero lo que realmente me resulta apasionante del libro es la relación que pueda tener con usted.
En serio, sé que apenas nos conocemos, pero se me agrieta el mundo tras la ventanilla cada vez que descubro en su cara esa tristeza que hace ladear su cabeza, rendirse al desánimo hasta obligar a la belleza a prescindir de sus ojos y de sus dientes. No quisiera abrumarla, ni que piense que es una mera estrategia adolescente, pero le prometo que puede contarme lo que quiera y que haré lo inconcebible para que no se arrepienta.
María se quedo mirándolo como haciendo una resonancia magnética a sus palabras, en busca de similitudes con otras piedras preciosas del pasado, que acabaron convirtiéndose en las brutas con las que tropezamos siempre.
–Se lo agradezco, lo tendré en cuenta, quizá en otro momento. Ahora prefiero… La verdad, no sé muy bien qué prefiero, supongo que algún resquicio quedará aún para mí que pueda ilusionarme, por algo seguiré viva.
–Quizá ese resquicio sea mi desinteresada disposición a ayudarla, no cierre las puertas antes de poner un pie en el otro lado...