De madrugada, en un lugar impensable, con una compañía insospechada, sentadas en un sofá pasado dos décadas de moda, se encontraban dos almas sin rumbo y sin tener la más mínima idea de los derroteros que iban a tomar los acontecimientos inmediatos. Mientras caía como del cielo este coro maravillosamente perturbador:
Lacrimosa
Lacrimosa dies illa
Qua resurget ex favilla
Judicandus homo reus.
Huic ergo parce, Deus
Pie Jesu Domine
Dona eis requiem, Amen.
—Bien Víctor, ¿Qué te gustaría hacer por la mañana?
—No se puede decir que no vayas al grano. No sé, esperaba averiguarlo a medida que avanzara nuestra conversación.
—Pues de qué te gustaría comenzar a hablar.
—Te encuentro algo tensa, como si hubiese un protocolo que seguir. No tenía nada concreto para empezar a hablar pero, puede ser de cualquier cosa, de lo primero que se nos ocurra. Por ejemplo, dime: ¿te gusta esta música o prefieres que ponga otra parecida? Perdona pero con el tiempo me he vuelto de un luctuoso corrosivo.
—No, el Réquiem me parece una buena elección, es lo que necesitamos los dos, un descanso, no eterno, pero lo suficientemente sosegado para contemplar en qué nos hemos convertido, e intentar reconducirnos.
—Escuchando su grandiosidad no me cabe duda de que Mozart terminó dedicándose esta última composición. ¿Crees que él también se arrepintió de lo que acabó siendo?
—La verdad, creo que sabía que era uno de los grandes genios de todos los tiempos. Si se arrepentía de algo era de no haber contado con una salud del mismo nivel que su genialidad musical aunque, más que arrepentirse se lamentaría porque no pudo hacer nada por evitarlo.