El espíritu
Al menos, siempre está el
televisor para socorrer al
disimulo
de pensar que no es suficiente
con
hacerlo para satisfacer a un espíritu
erudito, seguramente extraviado
de otro cuerpo: perpetuo feliz al
aspirar a la limosna de lo
que ya es por el mero hecho.
Me incita a reflexionar desde el
instinto, incluso, mientras
duermo,
me alecciona en metafísica, lo
que
en mí sólo resultan pesadillas.
Si fuese digno de él diría que
me amenaza con negociar con
sus homólogos del báratro
cómo sacarme algo de provecho.
En ese noble intento vuelve a
desfallecer,
de nuevo todo afán elevado se
precipita al
limbo
ante el deseo encarnado en una
acogedora mujer desnuda, o el
alarde
de un virtuosismo instrumental
adquirido sin mérito.
Así no es fácil si quiera aparentar.
¡Ojalá!, mientras posamos en
este
óleo de almas impresionistas:
una frente a la tele y la otra,
a mi lado,
difuminándose, donde quiera que
esté,
el deseo y el azar nos
sintonicen y
acabemos alcanzando, mártires
si
es preciso a orgasmos, la forma
de
trascender airosos a todo lo
que hayan
colonizado nuestros labios
hegemónicos.