Confieso que, aunque sea inexplicable, se me instala un
sudor incandescente y un hambre de uva colgante a una mano del ombligo cuando
Adán llega tarde y despeinado a casa y no atiende a razones ni manzanas. Sin
embargo, le prometo que si hace todo lo contrario me tendrá dispuesta para
siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario