Después de dejar el equipaje en el hotel, y teniendo en cuenta que sólo estaríamos tres días en la eternidad de esta maravillosa ciudad, decidimos ver Roma bajo las estrellas. Fue la noche más fría de toda la semana en Italia, pero díganme ustedes, mientras contemplan la Fontana de Trevi en la penumbra de su belleza, ¿no creen que valió la pena?
Uno de nuestros compañeros de viaje, también de Sevilla, cogería un enfriamiento agudo que no lo abandonaría en todo el viaje. Repartiendo a diestro y siniestro una sarta de estornudos cuando menos lo esperabas, fue como el hilo musical en nuestro deambular transalpino. Aún lo recordamos a veces con el sobrenombre de “coca coul”, apelativo ganado a pulso cuando una noche, cenando en un restaurante, él quiso hacer gala de su don para los idiomas y el mestizaje, y le pidió a la camarera que le trajese “por favore, una coca coul”, a cambio de aquel vino peleón de la Toscana. Por supuesto ha sido, que yo recuerde ahora mismo, una de las cenas donde más me he reído en mi vida, de hecho, hasta que no le pidió el refresco en español, como lo hicieron miles de turistas antes que él, la camarera no lo entendió.
No, no conozco de nada a la joven de blanco, parece que sonríe mientras el novio, tiritando, difícilmente logra encuadrarla con la cámara. Seguramente acabaría consiguiéndolo, y tres años más tarde, con una temperatura parecida, y un escenario idéntico en lo majestuoso y barroco, ella al fin no estará allí. Cómo me gustaría volver y saldar de una vez la deuda histórica de no haberme fotografiado, por verdadera masificación del escenario, tirando una moneda a la fuente, acompañando el gesto con un deseo…