Ángel y Ángela en sus manos
Se sentaron en la terraza de aquel café donde habían
compartido tanta complicidad y entusiasmo. Ella miró al suelo fijamente,
enfrascada en algo tan íntimo que se tornó inefable, él tomó sus frías manos
con las suyas sudorosas.
Ella no levantó la mirada y él se marchó convencido de que
era para siempre. Ella lo alcanzó antes de que el semáforo abriese un agujero
negro entre sus almas —al menos, eso era lo que pensarían extraños como
nosotros—. Le tiró sutilmente de la camisa como una niña perdida. Ángel se
giró, la miró como si no la hubiese visto en siglos, con esa primera alegría
súbita al ver a quien sabes que no dejarás de amar nunca y le dijo:
—¡Ángela! No sabes cuánto lo siento, jamás volverá a suceder.
—Lo sé, sobre todo porque no pienso darte de nuevo la
oportunidad de hacerlo. Pero quiero que sepas que te he querido como no sabía
que se pudiese, que eres maravilloso de tantas formas que siempre me imagino
mejor contigo. Que te mereces hallar a alguien como tú y ser tan feliz como sea
posible.
Ángel se quedó tan impresionado que cruzó la calle sin
asegurarse de que tenía prioridad. Un coche con prisa lo atropelló cruelmente.
Ángela, al intentar socorrerlo fue brutalmente golpeada por una moto de gran
cilindrada. Ambos yacían agonizando en el asfalto, uno al lado del otro
atinaron como último deseo a darse las manos. Parece que la vida no estaba
dispuesta a ser el escenario donde su amor se traicionase.
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