La Sevilla de las sombras
Era un ritual ineludible, tenían tantas historias que contar, en sus miradas crepusculares se acumulaban tantas soledades eternas como bellezas efímeras.
Jesús y Gabriel, los anfitriones, eran siempre los últimos en incorporarse. Era la primera velada de esta temporada, y aunque sus reuniones eran más bien austeras y espirituales, para esta noche habían preparado un pequeño acto de bienvenida.
Yo vivía en el ático del edificio de enfrente, los conocía, se podría decir que casi éramos amigos, era la única relación que les permitían con seres, digamos que normales. Ellos eran responsables de mi discreción, y de ello dependía que su sociedad —tan hermética y estricta— no los condenara sin titubear a la inexistencia, era la única forma que encontraron —ante el caos y la depravación en que se había convertido su supervivencia, aproximadamente hace un siglo— para perdurar de una forma digna.