Las aventuras de Pablo en el faro. Las salamanquesas (I)
Como todos los veranos Pablo esperaba con impaciencia la
llegada de cada lunes. Su padre le había
encomendado hacía tiempo la delicada tarea de preparar los aperos necesarios
para salir de noche a la captura de salamanquesas. Así que, en vacaciones, el
lunes pasaba a ser, con diferencia, el mejor día de la semana, aun más que un
sábado de zoo en primavera. En cuanto desayunaba empezaba el acopio y revisión
de todos los útiles: llenaba una botella con cinco litros de agua; comprobaba el
buen estado de una especie de cazamariposas pero con la red bastante más
pequeña y el palo mucho más largo; hacía prácticas de tiro con su gran rifle de
agua, su padre aseguraba que era especial para esa misión y que tuvo que
esperar que se lo hicieran en China y,
por último, preparaba una caja de cartón, normalmente de sus zapatos,
para meter a las criaturas nocturnas.
Esta era una actividad que nadie practicaba y por ello
presumía ante sus amigos contándoles con todo detalle en qué consistía el arte
de atrapar vivos a esos reptiles de ojos hipnóticos y manos pegajosas. No podía
haber un ser más feliz que Pablo cuando su padre asentía al cerciorarse de que,
gracias a él, todo estaba listo para iniciar con garantías el safari. Si
existiese alguien más feliz explotaría mientras ascendía al cielo.
Uno de esos lunes, después de cenar colocaron todos los
avíos en un pequeño carrillo de mano, Pablo y su padre bajaron la escalera de
caracol sosteniendo entre los dos el carrillo en el aire. Ahora les esperaba un
buen paseo hasta el pueblo, leves inconvenientes de vivir y trabajar en un
faro. El primer edificio que aparecía en el horizonte de aquel oscuro pero sereno
camino era el cementerio, precisamente su primer destino. El papá de Pablo
nunca le infundió ningún temor referente a los muertos: —están muertos, y ahora
forman parte de la tierra, de los árboles y de la hierba, y nadie los puede ya
molestar, ni ellos pueden incomodarnos —le decía—.
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