Las aventuras de Pablo en el faro. Las salamanquesas (II)
El camino se bifurcaba en dos ramales, el de la izquierda
conducía en primavera entre azahares y esquimo hasta el pueblo, el de la
derecha, flanqueado por majestuosos cipreses que peinaban el cielo, nos llevaba
como levitando hasta la gran cancela del camposanto. El olor y la quietud,
sutilmente agitados por la brisa, hacían que las salamanquesas de aquel lugar
fuesen especialmente confiadas. No solía pasar mucha gente de noche por allí,
tan sólo Juan el sepulturero cuando se le olvidaban las llaves de su casa o la
cartera. Después de su parada en el bar “Los resucitados”, tenía por costumbre registrarse
para comprobar que, con el efecto del vino, no se dejaba nada olvidado en la
tasca. Así lograba cubrir también el despiste de su actividad sobrio y
sobrevalorado.
Dos grandes faroles de
forja estilo colonial iluminaban la entrada, de uno a otro se podía leer, en
solemnes letras de azulejos negros que daban sentido al arco de medio punto
donde se enmarcaba la barroca cancela, “CEMENTERIO”. Como si pudiera tratarse
de otro lugar. Antes de llegar se pararon en uno de los bancos que había entre
los cipreses para preparar las herramientas. Pablo llenó la pistola de agua, hizo
un ensayo para comprobar que estaba en condiciones óptimas, agujereó la tapa de
la caja de zapatos para dotarla de ventilación, finalmente sostuvo el gran palo
del caza reptiles para que su padre pudiese
examinar el buen estado de la red. Todo estaba perfecto, incluso se
podría decir que hasta la noche, con todo el misterio que contiene, estaba
predispuesta a pasar a la acción. Pedro
cogió el caza salamanquesas y se lo pego al cuerpo para disimularlo, se acercó a
la verja lentamente sin hacer ningún tipo de aspaviento ni de ruido. Pablo iba
siguiéndolo como si fuese su sombra, todo para no romper aquella armónica
soledad reinante. Dos grandes reptiles dominaban la entrada,
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