Las aventuras de Pablo en el faro. Las salamanquesas (III)
seguramente los mayores de toda la tapia ya que era el lugar más
privilegiado para cazar insectos, el más alto e iluminado. Uno de ellos acababa de atrapar a
una gran polilla gitana que aún intentaba, sin el menor éxito, mover sus alas para
escapar. El otro sólo observaba impertérrito, nunca sabré si era más sabio o
más lento de reflejos.
Medio metro antes de llegar a la pared se detuvieron. Pedro
fue elevando la red lentamente por el eje de su cuerpo, como si fuese la lengua
de un camaleón gigante fue ascendiendo hacia el farol de la izquierda. Cuando
la red llegó a la altura justa se detuvo, parecía estar intentando hipnotizar a
su presa. La salamanquesa, que ya había engullido por completo la polilla parecía
estar en trance, mezcla de placer y somnolencia. Pedro miró a su hijo, éste
asintió confirmándole que estaba preparado para entrar en acción. En cuanto su
padre volvió la cabeza hacia la tapia pegó con fuerza la red a la pared
enmarcando macabramente la huída del reptil. Antes de que la salamanquesa
sopesara la nueva situación Pablo le propino un disparo certero de agua a gran
propulsión que hizo que ésta, en su intento desesperado por huir, resbalara y
cayese rendida al fondo de la red. La
mirada que intercambiaron padre e hijo en ese momento fue uno de los fenómenos
más simbióticos y armónicos con los que la naturaleza nos podía obsequiar. Me
pregunto por qué nuestro anacrónico instinto se empeñaba aún en sobrevalorar este
tipo de acciones totalmente innecesarias para nuestra supervivencia. Éramos los
cazadores por excelencia, el paradigma de la evolución. Aunque nuestro fin
no fuese sobrevivir ni el final de los reptiles fuera una trágica
desaparición, el alarde de facultades
nos convirtió por un momento en el pico de la cima de la cumbre mas distinguida
en la historia de la selección natural. Fuimos la meta, el destino, el puerto inequívoco
donde hubiese atracado el Beagle.
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