
Francisco el de la huerta era un jornalero, un trabajador del cortijo donde sobrevivieron, con más pena que gloria, muchas familias, entre ellas, la de mis padres, durante la eterna dictadura de Franco. La finca era una de tantas que tenía repartidas a modo de castillos feudales por toda Sevilla, un gran terrateniente de Andalucía. Cárceles para necesitados y analfabetos de la posguerra, que no tuvieron la más mínima oportunidad para cambiar el rumbo de sus vidas. Por una limosna y un techo que les cobijara, trabajaron en los años cuarenta, cincuenta y sesenta, de sol a sol y de lunes a lunes. Todavía, cuando mis padres recuerdan las penalidades y carencias de aquella época, se refieren a los dueños y familiares del cortijo, como señoritas y señoritos. No sabrían de qué otra forma llamarles. Señorito, una palabra de origen sumiso, es al cabo de los años, simplemente un apellido inseparable para reconocer a alguien rápidamente.
Francisco era pequeño, casi mulato por la gracia del sol, enjuto y arrugado como un higo desfondado por los pájaros, pero con la energía y la vitalidad de un chaval virgen de veinte años, los nervios, decía mientras parpadeaba sin parar, no le dejaban vivir. Cuando yo lo conocí estaba a punto de jubilarse. No sé qué papeles le faltaban, ni a expensas de qué administrativo del señorito se encontraba, pero sí recuerdo esta historia, digna de los habitantes de Macondo…