El paraíso encontrado (I)
Al fin descubrí en aquella bochornosa tarde de agosto
andaluza, en aquel coche humeante camino hacia el averno, como si de un
espejismo se tratase, la tierra prometida: brotaba tan exultante como
inadvertida, siempre había estado ahí susurrándome sin desfallecer, era la vida
real sin tiempos que la condicionaran o hipotecasen, el devenir de las horas
más inconscientes y codiciadas por nuestro fracaso evolutivo. Allí latía puro,
un oasis en medio de la marabunta, paradójicamente rodeado y protegido por su
antagónica ascendencia, esa que nos acecha y alinea al resto.
Bajando el puente de Montecarmelo dirección a Cuchipanda existe
una apacible y breve zona ajardinada en la que, afortunadamente, jamás he visto
un vestigio humano. Sé que es casi perfecto por eso, porque sin duda una o dos
veces al año unos gigantes seres alienígenas desbrozan la altiva hierba y podan
los árboles y eso, sin duda, es la señal inequívoca para la vida autóctona de
que la muerte no llega con el tiempo sino con quien te pueda aplastar sin ser
consciente o comer para ser eterno.
Nada es lo mismo desde aquella visión. Un día, en un claro
de rutinarias penitencias decidí visitarlo, observar y estudiar aquel urbanita vergel
a todo ajeno excepto a lo que le llega del cielo y a mí, al fin prosélito de
aquel maravilloso micromundo. Era y es un lugar en forma circular irregular de
unos 20 metros de diámetro, con setos, hierba silvestre, árboles, rocas y un
montículo central, lo suficiente para otorgarle la condición de realidad
nacional o mundo independiente.
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