EL paraíso encontrado (II)
Aquel sitio había logrado que su mayor y única amenaza lo protegiera
con una razón aplastante: ¿Quién y para qué iba a llegar a un lugar sin
funcionalidad alguna, que no era paso obligado para nadie hacia ninguna parte
que se pudiese llegar andando para algo con cierta lógica, propósito o cordura?
Aquel jardín era una zona verde en aquella encrucijada en medio de la campiña
sevillana, rodeada de carreteras de un solo sentido y sin arcén que
imposibilitaban, por razones obvias de seguridad, el tránsito a pie de
cualquier persona sin ánimo alguno de suicidarse o de que la guardia civil lo interrogara.
Sin embargo, era la fórmula ideal para la mayoría de urbanitas, una especie de
vacuna para contrarrestar la ansiedad y otras reacciones adversas de encontrarnos
totalmente desvinculados de la ciudad: una sobredosis de pureza que, a estas
alturas, es una temeridad afrontar sin una buena combinación de ansiolíticos y antihistamínicos.
Imagínense —es incluso recomendable tanto para los que tienen
edad de recordarla como para los que tienen el youtube a tiro de ratón— a la Hormiga
Atómica en estos inciertos tiempos profetizando al aire: “hasta el próximo
capítulo amigos, y no olviden supermedicarse y autocontaminarse”. Entre los
numerosos usos que le podríamos dar se encuentra el de zona destinada para todo
tipo de comidas, ágapes, guisos y barbacoas familiares, entre amigos o
cuhipandas, que quieran disfrutar de un
día de campo rodeados de personas que nos observan mientras circulan lentamente
en sus coches envidiándonos —sobre todo
los que van a trabajar, o al médico, los que regresan de trabajar o del médico,
los que van de compras o de hamburguesas al centro comercial, los que deben
visitar a alguien cercano afectivamente, o aquellos que no saben a dónde van —.
Al contemplarnos disfrutar de un perfecto día de campo urbano con maravillosas
viandas, hormigas y CO2
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