El paraíso encontrado (III)
Llegué, —por el momento me gustaría ser invisible, pensé—
formo parte de una subespecie de urbanita que sueña con ser indígena en el
amazonas o aborigen en una isla paradisíaca pero que reconoce que a estas
alturas no sobreviviría ni una semana sin una buena conexión a internet y un
botiquín tamaño petate repleto de analgésicos y ebastina —¿y por qué no? Incluso
cuando nos imaginamos libres y puros nos imponemos condiciones y fronteras, ¿quién
ha dicho que no pueda ser un yanomami con un chalet en la copa de un joven
árbol de la lupuna a la orilla de un apacible lago, con un portátil de conexión
a la red prácticamente telepática para acceder a cualquier biblioteca, filmoteca,
pinacoteca y demás colecciones que tengan el don de conmover y, puestos a soñar
por estos suburbios, por qué no verme rodeado de un serrallo voluntario de
míticas amazonas con inquietudes artísticas y pasión desmedida; salir a cazar
cada mañana por prescripción chamánica sin los remordimientos de conciencia que
ahora reprimen mis salvajes instintos al tener siempre un centro comercial o un
supermercado a tiro de flecha—. Puede haber algo más orgásmico que confundir el
puro hedonismo y el digno derecho a la supervivencia.
Como os iba contando cuando os estaba contando esto, deciros
que en cuanto pisé aquel lugar acogedoramente blando y engalanado sentí como
accedía a un mundo paralelo alrededor del cual todo seguía transitando
frenéticamente, sin embargo yo lo contemplaba totalmente sereno, ajeno a …
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