Seguimos escalando poco a poco por nosotros admirando cada
curva, cada arrítmico latido, los sugerentes dobleces de la ropa, todo invitando
al unísono al tacto, a palpar con avidez o, quizá, con una leve caricia,
esperando que el otro hubiese desistido o, al menos, no coincidiera en el
tiempo en esta actitud tan pueril como inevitable en este preciso momento.
Era irremediable dadas las circunstancias, volvimos a
coincidir en las miradas, esta vez más valientes y sinceras. Ella me sonrió, le
correspondí mientras desojaba enredaderas —era imposible que estuviera sin
pareja… Yo llevaba unos meses saliendo con una nueva amiga… No nos conocemos de
nada… Podríamos ser dos sicópatas en busca de presas… ¿Cómo, cuándo y sobre qué
iniciar ahora una conversación?—. Dejamos de sonreír, después de un instante
tan romántico como ese no pude evitar desnudarla, imaginar su piel a la misma
distancia que entonces, apoyada sobre la pared del vagón de una forma exacta a
la que tenía, sonriéndome con esa mezcla irresistible de inocencia y de
misterio que hacía orbitar todo sobre ella, todo era el tiempo, el aire, el
destino y la esperanza de la felicidad por encontrar una cálida estancia para
dejarse llevar sin temor a los Dioses.
Una parada, ella miró desesperada donde se encontraba, era
la suya, se detuvo un segundo como haciendo algo sobre la barra donde se
agarraba y salió despavorida del metro dejando allí a varios moribundos entre
los cuales yo me desangraba por dentro hasta ver algo escrito en aquella barra.
No cambiaría el momento cuando descubrí ese número de teléfono —con serias
posibilidades de ser su móvil— por cualquier otro tipo de placer emocional,
incluidos los orgasmos que haya o pueda tener, con o sin ella.
Fue mi primera relación sexual consensuada en un vagón de
metro y ya echo de menos la segunda, y si fuese con ella sé que arderíamos por
completo en cualquier lugar fuera del aquel coagulante metro. FIN