Hoy he visto unas podarcis hispánicas tomando el sol plácidamente en un muro de piedra, seguramente llevan una semana bronceándose por todo su territorio, que no abarca más de unos metros en Sevilla. Puede que no sepáis lo que es una podarcis, ni falta que os hace teniendo en cuenta que lo aclaro en el párrafo siguiente. Yo me encontraba a menos de dos metros de ellas, disfrutando también de unos veintitrés grados de temperatura en pleno mes de enero, mirando con detenimiento sus evoluciones; tan pronto eran estatuas florentinas en perfecta armonía con el medio, como eléctricas culebrinas cambiando repentinamente de posición, a una velocidad que difuminaba sus pasos, intentando quizás reconfortar otra zona de su cuerpo a base de una sobredosis solar, o tal vez sólo buscaban un ángulo diferente desde el cual recrearse con otra panorámica de su reino.
¡Cómo envidio a esas lagartijas! creyéndose dioses de su mundo, desafiando a las leyes de la naturaleza haciendo caso omiso a su reloj biológico, y tomándose vacaciones en plena época de letargo, sin jefes ni normas, sin futuro ni pasado. Convencidas de ser eternas, temiendo sólo a tangibles dioses que no reconocerían, llegado el momento, a la muerte.
De repente un díptero gigante, vulgarmente llamado con el sobrenombre andaluz de "vaya peazo mosca", se posa a unos escasos veinte centímetros de una de ellas, la lagartija avanza hacia su presa a breves y rápidos intervalos, cuando la mosca intenta levantar su orondo cuerpo ya se encontraba atrapada entre las mandíbulas del saurio, y sus alas sobresaliendo de entre los dientes, aún libres de presión y de saliva, no pudieron elevar el peso de ambas criaturas y agotadas se rindieron a la muerte, como el resto de su cuerpo.
Ahí estaba yo, ejerciendo de herpetólogo filósofo de pacotilla, esgriemiendo bucólicas interpretaciones sobre el idílico deambular de los reptiles, cuando resulta que sólo estaban esperando, como lechuzas en el silencio, que el zumbido de las alas de su almuerzo cesaran su sonido a una distancia no muy lejana a la de sus fauces.
Esto es una fábula aunque yo sea el único animal que hable, y como tal contiene una esclarecedora y didáctica moraleja: El cambio climático ya está aquí. ¿Qué haremos con miles de lagartijas obesas?