Capítulo II. Gumersindo el porquero
Como
todas las mañanas el perro del porquero entraba con autoridad y desparpajo al
patio del cortijo precediendo a su dueño. Accedía a través de la puerta trasera
de una antigua cuadra, cuyo uso había quedado relegado a almacén de suciedad y
oasis de porquerías, madriguera de todo tipo de roedores, reptiles e insectos,
y museo arqueológico para una multitud de aperos de labranza olvidados.
Era un animal descomunal, con modales
compulsivos y unas fauces más propias de un cocodrilo gigante del Nilo. Se
rumoreaba que nunca había atacado a ningún ser humano, pero nadie someramente
sapiens se permitía el lujo de no perseguir el misterio de su trote cochinero
mientras merodease a su alcance, con opciones matemáticas de sorprenderle.
Incluso con su amo presente, imponiéndole cordura con su presencia venerable y
sosegada, la mayoría seguíamos de reojo el deambular de ese animal casi
mitológico.
Buenos días señores, dijo Gumersindo
llegando a la estela difuminada y sobrenatural de su perro. Buenos días tenga
usted, contestaron al unísono el maestro cocedor de aceitunas y el
almacenero. Después del ineludible
saludo siempre quedaba en el rostro del porquero una expresión de niño travieso
que estaba a punto de desvelar a su pandilla un fantástico secreto: he visto a
escondidas a mi vecina de veinte años, estaba desnuda en la bañera, está muy
buena pero algo loca porque se decía a sí misma como una poseída; sigue sigue,
así así, mientras el agua rebosaba como hirviendo, y las olas en todas
direcciones emitían quejas de espectros lamentándose.
Sin embargo sus historias nunca versaron sobre sexo, política,
metafísica, o la erótica del poder. Esa sonrisa de pícaro adolescente escondía
simplemente una innata predisposición anímica a revelar...
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