Un cortijo andaluz. José, el pobrecito agradecido (II)
...y la temporada concluía siempre con un intercambio de maldiciones y de amenazas que afortunadamente nunca llegaban a concretarse, sólo servían como desahogo. Quizá para reafirmar de alguna manera, la posición más consecuente posible con el rol que la vida había encomendado a cada uno de ellos. Destino del cual, pensándolo bien, la mayoría absoluta, si pudiesen, renunciarían.
¡Bendita tranquilidad! Exclamó de pensamiento José mientras se sentaba en la cama después de apagar el despertador, era la hora exacta a la que Dios seguramente se levantaba cuando construía el universo, eran las siete y media y el sol despuntaba tranquilamente como sin querer sorprenderlo, seguía pensando mientras se calzaba al primer intento sus babuchas a oscuras. El secreto era colocarlas siempre exactamente en el mismo sitio y en la misma posición, debajo de la mesita de noche, con la puntera hacia la pared. Con el tiempo había comprendido que no acertar de primera al calzarse era síntoma inequívoco de que el día no despuntaba con demasiadas expectativas, de hecho, la primera frase que propinaba a la vida en esos casos era un malsonante improperio de la misma familia que este: “Me cago en la leche puta que mamé”. Ante tal desprecio a sus orígenes nada podía salir ese día del todo a derechas.
Sus pasos recién levantado eran aún más cortos e infinitamente más titubeantes, parecía que se pisara con el talón de un pie los dedos del postrero. Luego descorría la cortina que hacía funciones de puerta de los vientos, y accedía al pequeño salón comedor por el cual transitaba bostezando y esquivando de memoria los muebles hasta llegar a la cocina…
¡Bendita tranquilidad! Exclamó de pensamiento José mientras se sentaba en la cama después de apagar el despertador, era la hora exacta a la que Dios seguramente se levantaba cuando construía el universo, eran las siete y media y el sol despuntaba tranquilamente como sin querer sorprenderlo, seguía pensando mientras se calzaba al primer intento sus babuchas a oscuras. El secreto era colocarlas siempre exactamente en el mismo sitio y en la misma posición, debajo de la mesita de noche, con la puntera hacia la pared. Con el tiempo había comprendido que no acertar de primera al calzarse era síntoma inequívoco de que el día no despuntaba con demasiadas expectativas, de hecho, la primera frase que propinaba a la vida en esos casos era un malsonante improperio de la misma familia que este: “Me cago en la leche puta que mamé”. Ante tal desprecio a sus orígenes nada podía salir ese día del todo a derechas.
Sus pasos recién levantado eran aún más cortos e infinitamente más titubeantes, parecía que se pisara con el talón de un pie los dedos del postrero. Luego descorría la cortina que hacía funciones de puerta de los vientos, y accedía al pequeño salón comedor por el cual transitaba bostezando y esquivando de memoria los muebles hasta llegar a la cocina…
Que triste historia y a la misma cuantas familias habran pasado por lo mismo, abrazos en este domingo
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